Me pregunto hasta qué punto un padre lo es para su hija por cuestiones biológicas o de convención, si es cuestión de sangre. Cuál es el límite entre la admiración racional y la que corre por las venas.
Desde pequeña he sido consciente de que tenía ante mí la mayor fuente de sabiduría, cultura e inspiración que sería capaz de hallar en toda mi vida. A día de hoy eso no ha cambiado. Mi padre: escritor, pintor, fotógrafo, incipiente músico, amante de la naturaleza y la justicia en todas sus formas. Sabio y artista. Y no hace falta que nadie me lo diga, ni que me lo niegue, está en su forma de mirar.
No podría ser mayor mi admiración hacia él, y eso, eso está en mi forma de mirar. Siempre va a ser para mí la pista a seguir, mi constructor de sueños, mi lugar seguro, mi reconciliación con el mundo. Y sé (porque lo sé), que quiera o no nunca va a dejar de existir ese hilo que nos une y que nos permite hablar como a nosotros nos gusta, que nos sacude hasta sacarnos las lágrimas.
Tienes una hija que se va de casa porque estudia en otra ciudad y piensas "la abrazaré y le diré que la quiero con toda mi alma", por aquello de que uno se va haciendo viejo y ¿quién sabe?. También piensas que es excesivo y que no servirá de gran cosa, que no añadirá nada a ese sentimiento tan puro que te embarga por la inminente separación, es más, quizá la acción de despedirse aparatosamente empañe el momento o lo diluya. Cuando esa hija llama por teléfono, piensas que podrías ponerte al aparato y "qué tal estás, por aquí bien, bueno, tengo ganas de verte", y decides que nada que, de nuevo, no vale lo que cuesta, que de no decir "te quiero...", algo que tu hija ya crees que sabe, no tienes nada mejor que lo sustituya. Deberías escribirle y sabes que deberás hablar de sentimientos, pero de "eso" parece que ya tendrás tiempo y que, en todo caso, "mi hija ya supone que yo..." Un día, lo que tú no has hecho lo hace tu hija. Es ella la que te escribe para decirte casi lo mismo que dirías tú; para decirte que escribe "chorradas". Cuando las lees, te das cuenta que se trata de ella, que hablan de ella, de qué otra cosa puede hablar uno si no es de sí mismo. La soberbia, es precisamente la suposición de que somos capaces y competentes para hablar de los demás, de lo demás. Sólo podemos hablar de nosotros mismos, porque estamos solos, somos solos, en una continua depresión que nos obliga a hablar a través de nuestras heridas, como mucho, por medio de nuestras cicatrices. Somos seres heridos obligados a hablar a través de la boca, la lesión más humana que pueda concebirse, por ella vivimos y morimos, sin remisión, por ella soñamos y nos hacemos a la idea de que no estamos solos; más bien nos engañamos. La palabra, las palabras de esa hija ausente, oráculo de su herida, hermanas de mis palabras, portavoces de mi soledad, justifican mis sentimientos, someten mi irreductible pesimismo. ¿Estaré equivocado? Quizá por encima de pre-tensiones, más allá de toda racionalidad, sometido a lo que verdaderamente tiendo, claudicando al sentimentalismo, deberé confesar, para que no quede duda, para espantar mi soledad, que te quiero mucho.
Un abrazo de tu padre.
Jesús Viñuales.
[Jueves, 26 de enero de 2012, 1:14]
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