Con prisas y sin desayuno, como cada mañana. En el mismo momento en que abre la puerta siente el juguetear del frío en su nuca y cómo araña sus mejillas. Y poco a poco el calor del sol va cerrándole los ojos y adentrándole en la poquedad del día. Entre las paredes de la Rúa se escurren los cuerpos y se aíslan las mentes. Duran una eternidad esos doscientos metros buscando, como cada día, una chispa en la mirada, una banda sonora, un olor electrizante congelados en el tiempo. Un tímido visaje que lo vuelva loco. Pero al doblar la esquina sólo encuentra, como cada vez, al mendigante desengaño, a la trashumante decepción. Las ganas y el misterio se desvanecen en él.
Con retraso y sin preocupación, como cada mañana. En el mismo momento en que abre la puerta, siente el hormiguear del calor en sus manos y cómo acaricia su tez. Y poco a poco la humedad del aire va adhiriéndosele a los huesos y sumiéndole en la soledad del gentío. Entre las paredes del aula se amontonan los cuerpos y se encadenan las mentes. Duran un milenio esos varios pasos tanteando, como cada día, un gesto amable, un silencio incómodo, una palabra educada anclados en el hábito. Un cordial saludo que lo llene de tedio. Pero al volver la cara encuentra, por primera vez, al electrizante olor, a la chispeante mirada. Las ganas y el misterio se apoderan de él.
[Miércoles, 15 de febrero de 2012, 22:54]
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